jueves, julio 17, 2008

Si vos no lo sabés, como lo voy a saber yo..?

No quiero empezar este posteo generalizando entre hombres y mujeres porque las generalizaciones nunca me gustaron. Sobre todo en una época donde las cosas cambiaron; la mujer ya no es aquella que esperaba a su pareja en la casa con la comida, que había preparado después de un largo rato de limpiar la casa. No señor: hoy las mujeres concentran gran carga de tareas fuera del hogar por lo que sería más que injusto exigirle que se comporte de esa manera cuando su carga laboral fuera de casa es similar y en algunos casos, mas pesada que la de los hombres. Limpiar la casa, cocinar, atender a los hijos cuando los hay, es tarea de ambos. Pero hay situaciones que no cambiaron con el pasar de los años. Lo que voy a intentar describir mas abajo es una situación que yo vivo muy seguido. Es ese tipo de situaciones que uno siempre tomó como “mito” dentro de las parejas porque las escuchó contar en muchas ocasiones, pero que sería bastante injusto el narrarlas sin vivirlas. Quiero aclarar una vez más que no es aplicable a todas las situaciones mujer-hombre porque por suerte todos somos distintos y estamos logrando de a poco desatarnos de actitudes muy arraigadas al género. Sin dar mas vueltas, paso a relatar lo que se puede aplicar a una situación de fin de semana de salida en pareja:

Es sábado por la noche. Seguramente tenemos una reunión con amigos en algún lado que se va a extender hasta la madrugada del domingo por lo que me estoy despertando de una siesta. El plan consistía en salir de casa a las nueve de la noche, por lo que mi despertador sonó a las ocho, y mientras me despierto prendo la tele para despabilarme. A medida que recupero el conocimiento, percibo que mi pareja se levantó de la cama entre las seis y media y las siete para hacer lo mismo que tengo que hacer yo: levantarse, tomar algo caliente, bañarse, vestirse, y salir. Entre análisis y fiaca se me fueron unos quince minutos. El ruido del secador de pelo me termina dando el empujoncito que me hace falta para levantarme, y continúo con el plan. Voy al baño, caliento café, lo tomo, como unas galletas, vuelvo al baño, me ducho, voy a la habitación, me visto, me perfumo, y para mi notable sorpresa, en ese momento se apaga el secador de pelo. A las ocho y treinta y cinco minutos me encuentro apoyado en el umbral de la puerta de la habitación con la escena conocida, y listo para salir: “Y ahora que me pongo??” repite, con varias prendas sobre la cama que mira como se miran las piezas de un rompecabezas que aun no comenzamos a armar. Permanezco callado, porque conozco la situación. La iniciativa debe venir de ella, porque cualquier comentario puede ser suficiente para derrumbar una decisión rápida que pocas veces surge. “Dejá de mirar como estúpido y decime que me pongo”, repite, a lo que contesto con silencio. “Te parece que me ponga el pantalón marroncito?”; “si, ese te queda lindo”; “Claro, pero para ese pantalón me tengo que poner los zapatos esos, y me hacen doler el pie, porque seguro que hoy vamos a tener que caminar porque siempre vos me haces caminar para no pagar un taxi, porque vos siempre…”, y el resto es conocido y se deduce que no puede usar el pantalón marrón por culpa mía. “Porqué no te ponés ese negro?”, interrumpo, mirando el reloj como modo de mostrar que el tiempo sigue pasando. “Es que para ese pantalón no tengo cartera, porque si tuviera una cartera que haga juego no tendría problema….”, y aparece otro problema para ese pantalón del que al parecer soy culpable. Finalmente se pone algo que le queda realmente lindo, como el resto de las prendas que se fue probando. Pasaron treinta minutos desde el momento que comenzó la selección de vestimenta, y veinticinco desde que yo estoy listo. Sin embargo, como sé que cualquier comentario sobre el horario agravaría la situación, no digo nada y me voy a hacer otra cosa. Cada tanto me acerco a la habitación para ver si necesita algo, a lo que me recibe con un “no me apurés, eh?”, y no digo nada y me le quedo mirando. Disfrutando de la escena que sé que se va a repetir la próxima salida, y entiendo que está en su forma de ser y tengo que aceptar; cuantas cosas me aguanta ella a mi que hasta suelen ser mucho más pesadas. Entonces la miro, y si me sonrío y se da cuenta probablemente exclame “de que te reís?” sabiendo se qué me estoy riendo. En definitiva, a las nueve y media estaríamos saliendo, luego de escuchar las quince indirectas mas directas del mundo que explican que se viste lento porque no le compré lo que le falta para que su combinación sea perfecta, o que se prepara lento porque no la ayudé a elegir lo que tenía que ponerse, para finalmente llegar a lo de nuestros amigos para explicarles a todos que nos demoramos “porque éste se metió al baño y estuvo diez minutos adentro!”, comentario que a nadie le interesa, pero a ella pareciera que le quita culpas. En fin, la amo con todo lo que eso implica. Amo a esa persona, con todas sus vueltas. La amo y disfruto de sus excusas para responsabilizarme de algunas de sus vueltas cuando piensa que me estoy enojando, cuando en realidad disfruto en esos momentos el poder estar a su lado. LA AMO.

Y me queda para el final una frase que creo que salió de una película, cuando el hombre le plantea a su pareja que se le hace muy difícil complacerla porque en realidad no podía descubrir lo que ella en realidad quería, entonces no podía dárselo. Ella, en un instante de sinceridad se le acerca al oído y le confiesa: “quedate tranquilo pero no le digas a nadie esto que te voy a decir: El problema está en que ni nosotras mismas sabemos lo que queremos”.

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