Por decisión propia...

Todavía recuerdo ese día. Salí muy temprano rumbo al trabajo. Como todos los días, caminé a la parada del colectivo que me deja a apenas dos cuadras de la fábrica. Pero esa noche no había dormido bien y el café con leche apenas había servido para abrir un poco los ojos. Como algo instintivo, estiré la mano, y detuve al enorme C5. Pagué el boleto y me senté a tres asientos del final, como acostumbro hacer. Ni bien alcancé a sentarme, cerré mis ojos y me quedé dormido. Tan profundamente que cuando desperté no pude saber a donde me encontraba. Lo que sí sabía, era que había pasado la parada donde debía bajarme. Con algo de temor, miré mi reloj para corroborar qué tan tarde podría llegar a trabajar. En ese momento, aun oscuro, el colectivo se detuvo y algunos nuevos pasajeros se sumaron al viaje. Pero estos pasajeros eran raros; apenas medían unos cuarenta centímetros. Miré mejor, para corroborar lo que veía: una familia; padre, madre, hija, e hijo, de duendes. Si, duendes! Sus naricitas arrugadas y orejitas puntiagudas caracterizaban a la pequeña familia. No podía creerlo! Ante tanta sorpresa me les quedé mirando hasta que advertí que el mayor se incomodaba por ello. Rápidamente aparté mi vista hacia la ventanilla para evitar problemas. La visión a través del vidrio no fue tranquilizadora: casas pequeñas resaltaban en un bosque de árboles con hojas grandes y verdes muy brillantes; el camino que se abría entre ellos era de piedritas blancas, y todos los colores allá afuera parecían fluorescentes… Me tomé la cabeza, porque no entendía nada. Finalmente miré el reloj, que parecía roto. Las agujas estaban detenidas cinco minutos antes de mi horario de entraba al trabajo. Lo golpeé algunas veces pero no le di mayor importancia frente al espectáculo que estaba viviendo. Poco a poco el colectivo se había ido poblando de duendes. Todos actuaban de manera muy normal. Mis ojos no dejaban de registrar todo lo que pasaba. En un momento, un duende pequeño, gordo, y de larga barba blanca, se acercó a mí. Me miró y dijo: “es de mala educación el no dejar el asiento a un duende mayor”. Sin pensarlo, me paré e intenté caminar hacia el chofer, para preguntarle qué estaba pasando. Pero el colectivo se había llenado de tal manera que era casi imposible avanzar. Un par de metros antes de llegar a él, un duende serio, y con una larga pipa marrón, me detuvo. “Oiga”, me dijo. “¿A donde cree usted que va?”. “Déjeme pasar”, le dije. “Me quedé dormido y no sé a donde desperté… tengo que volver rápido al trabajo, porque…”. Rápidamente me interrumpió: “No se apure, amigo. Si quiere volver, hágalo. No corra… o no notó que el tiempo aquí no vanaza. La elección es suya, si quiere volver, hágalo como corresponde. Vaya hasta el final del colectivo y toque el timbre. Pero sepa que todos nosotros alguna vez nos quedamos dormidos en el colectivo. Cuando despertamos, estábamos tan o más asustados que usted. Sin embargo, elegimos quedarnos en este mundo donde el tiempo no pasa. Muchos lo hicimos por cansancio. Cansancio por andar corriendo para llegar a horario al trabajo. Cansancio por vivir marcados por un tiempo que así como pasa, en algún momento se acaba. Hágalo, si quiere; vaya y baje del colectivo, pero le recuerdo que la elección es personal. Y quédese tranquilo: que elija lo que elija, será lo mejor. Y piense tranquilo ya que como le dije, el tiempo no avanza. Y el lugar donde usted se baje va a significar justo el motivo por el cual prefirió volver”. Me quedé en silencio ante esas palabras. Comencé a caminar, en silencio y lentamente hacía el fondo del vehículo. Analicé cada una de las cosas que dijo el duende, que todavía me miraba desde la parte delantera, mientras masticaba la punta de su pipa. Confundido, me tomé del caño y toqué una vez el timbre. Levanté la vista hasta el espejo y pude ver que mis orejas ya habían tomado forma puntiaguda, y las arrugas de mi cara eran semejantes al resto de los pasajeros. Pero el colectivo no se detuvo. Toqué timbre una vez más, y otra y otra. Pero el timbre sonaba de forma muy extraña. Yo conocía ese sonido. Y seguía sonando…

“Mi amor, te quedaste dormido”, repetía Leticia mientras me sacudía con su mano. “Vas a llegar tarde”, me decía. El sonido del timbre del colectivo se detuvo cuando estiré mi mano y apagué el despertador, que había estado sonando unos veinte minutos. Exaltado, me levanté y entré al baño. Me paré frente al espejo y miré mis orejas. Ahí estaban, redondas como siempre. Respiré hondo y pensé en el sueño que había tenido. Las palabras de aquel anciano y la elección. Lo de cambiar un mundo donde el tiempo no pasa por uno donde todos los días despertar junto a la persona con la que quiero volverme viejito. Sonreí un par de segundos. En ese momento supe que mi elección era correcta. Volví a la cama. “No vas a trabajar?”, me preguntó… “No, a partir de hoy yo elijo con quien pasar mi tiempo”. “Estás loco”, me contestó. Pasó su brazo por debajo del mio, y agregó: “Haceme acordar que nunca más volvamos a cenar hongos…”