jueves, septiembre 03, 2009

¡Qué dura es la vida!

Carlitos caminaba zigzagueante por la gris vereda céntrica de domingo a la madrugada. Su inestabilidad no era por fiestero; no. Carlos laburaba todos los días de la semana de seguridad en una carnicería de Nueva Córdoba. Sus treinta y dos años en su cara aparentaban como diez más, porque su actividad en la carnicería no se limitaba a cuidar el lugar. Por las noches solía llegar un camión con cargamentos no declarados al fisco que el dueño del local conseguía de agachada, que a pesar de que pagaba la mitad por ellos, le brindaban al negocio la distinción necesaria como para que viejas y viejos clientes exclamaran cosas como: “¡Qué hermosa bola de lomo, don José Manuel!”, o “¿Dónde consigue un matambre tan tierno?”. A pesar de que esa carne poblaba de gente el lugar cada día, y que por motivos obvios don Manuel pagaba muy poco por ella, a los clientes les arrancaba la cabeza. Así que era un negocio redondo. El tipo se llenaba los bolsillos con la diferencia entre el producto en negro y el arranque de cabeza, y aun así usaba al muchacho al que le pagaba por “estar sentado toda la noche cuidando el negocio”, pero le daba tareas como si le estuviera pagando lo que él no declaraba al estado. Así que la vida de Carlos era un resentimiento constante, porque laburaba como negro todos los días -todos los días, 365 días- con un tipo que lo explotaba y que encima lo hacía sentir como que le tenía que agradecer por el trabajo. Pero claro; Carlitos tenía que darle de comer a sus cuatro chicos. De los cuales se corría la bolilla en el barrio que el más chico no era de él. Las cosas con la flaca ya no estaban bien cuando llegó el Nahuel, y curiosamente el amigo que le daba apoyo psicológico a la Marina tenía unos ojasos verdes aceituna, igualitos a los que traía desde la panza el Nahuel. Y ese era uno de los rumores. Lo que no era rumor, pero era una sospecha del Carlos era su tercer hijo: Martincito. Y la sospecha partía de un asado al que invitó el jefe –asado, claro, al que los empleados tuvieron que poner el carbón, el pan, el vino, la gaseosa y las ensaladas- al que fue con la flaca. Era una noche linda de verano en la que el carnicero Wilson se apareció con un fernecito y una bolsa de rolitos. Así nomás y con una Doble Cola se lo tomaron entre los dos. Y nadie sabe si fue que el calor, o que la Doble Cola estaba vencida, pero le pegó muy mal la bebida. Y cuando despertó estaba solo y debajo de la mesa. Medio boleado, empezó a llamar a la flaca a los gritos. Entre grito y grito, notó que algo le volvía por la garganta. Antes de ensuciarse, apuró el paso al baño, y desde ahí, desde la punta del lago pasillo que terminaba en la puerta del baño, vio como salía apurada su señora, acomodándose la blusa. Sin emitir palabra por el inminente pato en camino, alcanzó a abrir la puerta del baño y soltó un chorro amarillento que fue a parar en el pecho del jefe, que curiosamente se estaba ajustando el cinto del pantalón, también en el baño. Cuando llegaba el segundo chorro, ya estaba inclinado sobre el inodoro, mientras pensaba las cosas que habrían pasado dentro de ese baño entre su señora y su jefe. Al rato y un poco mejor, se disculpó por lo sucedido y encima tuvo que bancarse que el caradura del jefe le diera una tareita extra a modo de disculpa. Así que al domingo siguiente, después de las 12 horas de su horario normal, le tocó vestirse de Barny y animar la fiestita de cumpleaños de Ricardito Damián, el más chico del jefe. O sea, el más chico si no contamos a Martincito, que vino justo 9 meses después de aquel Fernet con Doble Cola. Así que con todo ese pasado en la cabeza, caminaba Carlitos rumbo a la parada del colectivo, muerto de cansancio. En su camino veía a gente joven volver de joda. Gente joven que, en definitiva, tenían más o menos su edad. Pero claro, el tipo estaba destruido. Así que caminó lento, pensando. Pensaba en su realidad y lo injusto de la vida. Trataba de imaginarse qué hubiera pasado esa noche de primavera si se hubiera tomado cinco minutos para pasar por un kiosco o una farmacia y hubiera comprado los condones, que en esa época no costaban más de dos pesos. “Dos pesos!”, pensaba, y se agarraba la cabeza. Después hacía memoria el como se había querido borrar a Transilvania cuando se enteró de que iba a ser papá, y como se arrepintió de esos pensamientos cuando lo vio al Jonathan recién nacido, en brazos de su mamá. Ahí le volvió el amor por su señora, el amor por la vida, y se portó como el mejor papá del mundo. Claro que todo eso le duró tres meses, cuando descubrió que la flaca todavía seguía viéndose con Cacho, el novio que tenía desde la secundaria, y que el tipo cenaba con ella cuando él se iba a trabajar. Eso que nació de sospechas se volvió realidad cuando la primera palabra del Johny fue un crudo y seco “Cacho”.
Carlos llegó a la parada del N4 y se sentó. Se echó para atrás y casi se cae, porque le faltaba una pata al asiento de la parada. Se pegó un susto y se incorporó, que le sirvió como para despabilarse un poco. Levantó la vista y pudo ver como se detenía una 4x4 gris, nuevita. De ella se bajó una rubia de esas rubias de verdad; sin tintura. Bajar le costó, por la altura del vehículo y por los tacones largos que llevaba puestos. La mina se paró delante del capot y lo abrió. Mientras miraba el motor, se bajó la acompañante, que era morocha, pero estaba igual de buena que la rubia, pero un poco más voluptuosa. Totalmente despierto, Carlos contemplaba a las mujeres que se tomaban la cabeza mientras agarraban las mangueras calientes que asomaban del motorazo de la Hilux. En un momento, algo susurraron entre ellas. Carlos trataba de escuchar, pero el ruido de los autos no se lo permitía. Mientras disimulaba su parada de oído, la rubia lo miró. “¡Disculpame!”, le dijo la gringa. Carlos tembló. Pensó que habían notado cómo las miraba. Se hizo el gil, y trató de disimular, e hizo como que estaba admirando la camioneta. “¡Ey, vos!”, dijo esta vez la morocha. “¿A mi?”, contestó Carlitos, señalándose con el dedo índice. “Si, si, podés venir? Tenemos un problema con el auto. No anda…”. Carlos se paró de inmediato con su mochila al hombro y se acercó. “A ver…”, dijo, y empezó a mirar el motor. No tenía mucha idea de mecánica, pero se defendía. Miró los cables de batería y notó que la masa estaba suelta. “¿Tenés una pinza?”, dijo medio tartamudeando a la rubia, que no dejaba de mirarlo con unos terribles ojos celestes. Ella también lo miraba, porque el Carlos no era feo. En sus épocas de juventud había sido un gran atleta, y su actividad actual lo mantenía bien en forma. Además, era morocho y tenía un aire a Antonio Banderas, pero con una prolija barbita candado. “Ahí te alcanzo una”, contestó la rubia y le entregó una incompleta cajita de herramientas. Ingenioso, se las arregló con lo que tenía y dio solución al problema. “A ver, probá ahí”, le indicó a Mariela; así se llamaba la gringa. Ella se sentó delante del volante y dio arranque. El auto arrancó al instante. Contenta se bajó y festejó con su amiga, mientras repetían a dúo “¡sos un genio, flaco!”. “No fue nada”, contestaba él, mientras admiraba el jugueteo que hacían las dos amigas festejando la solución al problema. Tan lindo espectáculo brindaban, que Carlos no vio que su colectivo se había detenido en su parada y se estaba yendo. Cuando se dio cuenta de eso ya era tarde, y la cara del hombre así lo expresaba. “¿Qué pasa?”, preguntó Mariela. “Ese era mi colectivo”, explicó Carlos cabizbajo. “Uh, bueno, no te preocupés. Decinos cuanto te sale un taxi a tu casa y te lo pagamos”. “Es que los taxis no entran a mi barrio”, y agregó: “no se preocupen, espero el siguiente”. “No, no… el próximo va a tardar muchísimo”. Y en ese momento, la morocha preguntó: “¿Y si te llevamos a tu casa?”. Ahí fue cuando se dibujó una sonrisa en la cara de Carlos. Antes de que alguna se arrepintiera, el aceptó. “Dale, subí atrás”, dijo Mariela mientras abría la puerta. La cara de Carlitos se desfiguró cuando vio la imagen del asiento trasero. Otras dos tremendas mujeres dormían dejando ver mucho de sus cuerpos. Parecían agotadas después de mucha fiesta y alcohol, como si alguien las hubiera tirado sobre el asiento. Mariela las corrió un poco para hacerle lugar a Carlos. “Perdoná, pero estas dos se pasaron de champagne”, explicó la rubia. “No hay problema”, contestó sin dejar de mirar ese largo par de piernas. Se sentó a su lado, y arrancaron. Él les indicó más o menos para donde ir, y arrancaron. Empezaron a charlar, mientras ellas le contaban la fiesta en la que habían estado. Comenzaron a reírse como locos. Las minas tenían muy buena onda y por un momento le hicieron olvidar todas esas cosas que a diario daban vueltas por su cabeza. Al rato una de las que compartían el asiento con él, se despertó y se sumó a las risas. Más tarde lo hizo la otra y se agregó a la charla. La cosa cambió de rumbo cuando esta ultima preguntó como era que Carlos había llegado a viajar con ellas. Piloto y copiloto narraron la historia a la que agregaron calificativos muy halagadores al joven, que a esta altura vivía una situación que no quería que terminara nunca. “¿Así que nos arreglaste el auto?” le susurró al oído la que parecía más chica, y lo miró fijo con un par de tucasos negros. Carlos tragó grueso y no contestó. “Él nos salvó de tener que tomar un taxi”, le dijo a sus compañeras como sugiriendo algo, y le dio un beso al muchacho. El beso se repitió en su boca, y luego copió con otro beso la otra chica. De los besos pasaron a las caricias entre ellas y a Carlos, que no podía creer lo que estaba pasando, mientras las risas de las cuatro ambientaban ese momento al que Carlitos no se iba a oponer. Estaba teniendo un instante de justicia, entre varios años de lamentos. No iba a desaprovechar lo que estaba recibiendo que se había ganado con todas las de la ley. Sin dudarlo, se sumó al manoseo y trató de no escuchar a su conciencia que desde muy atrás, le hablaba. La morochita que iba en el asiento delantero, ante el cuadro que pintaba en la parte trasera del vehículo, sacó un champagne muy frió que abrió, mientras exclamaba “¡miren lo que hay acá!”. Carlos estaba viviendo un momento memorable. “El primer trago es para nuestro héroe”, dijo la que tenía sentada a la derecha, que ya había desabrochado parte de su camisa y dejaba ver algo de sus pechos. Carlos no dudó y le metió tres tragos a la botella. Ellas rieron y curiosamente no tomaron. Carlos no notó esto, pero continuó el jugueteo con las dos hermosas mujeres.
Despertó exaltado. Pensó que todo había sido un sueño, pero por mala suerte se dio cuenta que no. Estaba en una camilla, desnudo, en un cuarto sucio y con olor a desinfectante. Parecía un quirófano, pero muy sucio. No podía moverse porque tenía atadas las piernas y los brazos. Le costó gritar, porque se sentía como drogado. Miró a los costados. Otras camillas yacían junto a él, con tipos que habían sufrido la suerte que dedujo, le iba a tocar en cualquier momento. Muertos, abiertos a la altura de la panza. Ahí fue cuando sacó fuerzas de no sabe donde, y gritó. En un instante aparecieron las cuatro señoritas vestidas con guardapolvos sucios de sangre. “Ya despertó” dijo una de ellas, y se acercaron a la camilla. Cada una tomó un elemento distinto: una jeringa, un bisturí, unas pinzas quirúrgicas, y algodones. “¡¿Qué me van a hacer!?, preguntó. “Necesitamos tus órganos”, dijo una de ellas, y agregó: “te los sacamos y después te podés ir a tu casa. Siempre y cuando te puedas ir sin corazón, riñones, y algunas cosas más que pensamos sacarte”, y las cuatro rieron. Carlos empezó a llorar. Pensaba en lo que le había pasado. Luego analizó el momento de placer que le habían dado las cuatro mujeres, que no terminó como a él le hubiera gustado, pero en definitiva era más de lo que había recibido en los últimos cuatro años. Pensó un poco y, entre sollozos, dijo: “esperen, esperen. Tengo que pedirles algo”. Ellas se miraron. “Decinos”, indicó una de ellas. “Anoten este número de teléfono 4246845. Llamen ahí y diganlé a mi jefe que mañana no voy a ir a trabajar. Después llamen al 4849887 y diganlé a Marina que se vaya a la reputa madre que la parió, por hija de puta”. “Ok”, contestó Mariela, y clavó el bisturí el su abdomen. Carlos esbozó una sonrisa y cerró sus ojos.

4 comentarios:

Lobito dijo...

Esto explica porq las chicas lindas andan en camionetas 4x4, y ratifica aquello q siempre es mejor lo malo conocido q lo bueno por conocer =)

Anónimo dijo...

uh hermano, se me hizo un nudo en la garganta...
cuando te dije que tendrias que recopilarlos y editarlos lo dije en serio.. excelentes tus relatos
un abrazo primo.

Anónimo dijo...

el de arriba soy yo. Guille tu primo

Couple Watches dijo...

Hanno detto che la rete era falso, ho riso,dr dre beats
come se la realtà è davvero la stessa