jueves, diciembre 09, 2010

Chofer, chofer, chofer... si, ¡mire para atrás!

Hace rato que no posteo nada. Algunos días empiezo a escribir y a la mitad me arrepiento, selecciono todo y lo borro. Al rato me arrepiento de haberlo borrado, pero ya no tengo ganas de volver a escribirlo. A veces me hace falta sólo escribir. Esta vez decidí publicarlo acá. Bueno, ahí vá...

Un día martes puede volverse un magnífico martes, cuando el miércoles es feriado. Un martes es mucho más lindo cuando son las 14 horas –del martes- y uno termina su jornada laboral a las 14:45. Un martes es casi perfecto cuando uno termina de almorzar y se da una ducha, para dormir una linda siesta y después salir rumbo a la casa de su cuñado, para festejar su cumpleaños; ahí, donde te prometieron que te esperan con una cervecita fría a las 19, un día de mucho calor. Y así de temprano, porque a las 21 te esperan los muchachos con los que jugás al basquet, para comer el asadito de fin de año después de correr un rato. Que alguien me diga si no es un martes perfecto… o casi.
Cerca de las 19 salimos rumbo a la casa de Omar, marido de mi hermana. Tranquilo, charlando, doblamos en una esquina de barrio, justo detrás de un camioncito, de esos chiquitos, casi camionetita. El señor conductor piensa que Dios creó el mundo, luego creó su vehículo, y después lo hizo a él y su carnet de conductor. El mundo –según él- no tiene más personas, ni autos, ni motos, ni nada. Ni bien dobla adelante mío a la esquina, puso marcha atrás y se empieza a venir. Me subí encima de la bocina, pero él no frenó hasta que no golpeó el capot. Me bajé de un salto y ví el agujero y la abolladura, y la quebradura del paragolpes. El impacto no sólo fue en el auto; también le pegó de lleno a mi hermoso martes. Tomé aire, mientras el joven tocayo se acercaba, pidiendo disculpas y repitiendo “no te preocupes, tengo seguro”. Intercambiamos datos, y una vez en casa de mi cuñado empecé a llamar por teléfono a mi gestor de seguros. Como no contestaba me fui hasta su casa, donde tampoco estaba. Hablando con su esposa, me tranquilizaba explicando como se hace la denuncia, etc. etc. Yo escuchaba a través de la ventanita, apoyado en la tapia. Y mientras escuchaba, veía como corría de acá para allá su gran danés. Y el suelo se empezó a mover. Y después se empezó a mover la pared. Y todo se movía cada vez más fuerte, y empezaron a moverse las cosas… “uy, uy… me mareé”, dije. “¿Estás bien?”, preguntó la señora; “querés pasar?”. Contesté que no, y me hice el que seguí escuchando, aunque el mareo era cada vez más fuerte. “¿Qué querés que hagamos?” preguntó mi compañera, a lo que contesté que me acompañara a la casa de mis padres que queda justo a dos cuadras. “Estás frío”, me decía mientras tomaba mi brazo y me ayudaba a caminar derecho, cosa que me costaba bastante. A duras penas llegamos a donde nos recibió mi papá, que después de darme un vaso de agua y una cucharada de dulce de leche, decidió que lo mejor sería ir al policlinico, a lo que no me negué porque me sentía pésimo. Una vez con el médico, me tomaron la tensión, la temperatura, las pulsaciones, me dejaron un rato acostado en una camilla y me dieron una sublingual. “Nervios”, dijo el médico, que debe haber sido pariente de Sherlock Holmes.
El mareo se fue pasando, las nauseas fueron desapareciendo. Volvimos a la casa de Omar y me tomé unos vasos de cerveza, me comí unas hamburguesas… Ya no llegué al asado, pero cuando volví a casa pasé por el club a saludar a los muchachos. El martes se terminó opacando por culpa de ese señor que no aprendió que cuando no se piensa en el resto no sólo se abolla una chapa, sino que también se puede arruinar la víspera de un feriado y la salud de otra gente. Ahora estoy bien. El auto sigue abollado pero el seguro se va a encargar de devolverle su buena cara. Sólo me queda la alegría de pensar que hoy es jueves y falta sólo un día para el bendito viernes. Y ese día pienso disfrutar todo lo que me quitaron el maldito martes.

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