Permanecíamos sentados, uno junto al otro. Ansiosos como
fumador de viaje en colectivo a Brasil, que está rogando que se pinche una
goma. Fruncíamos el ceño, mirábamos el piso. Yo advertía que él me miraba de
reojo, pero cuando lo buscaba con mi mirada, cambiaba de posición; perdía su
vista en el tubo fluorescente que parpadeaba suave, como cuando están medio agotados.
El silencio de la sala se rompía cada tanto por el tenebroso instrumento de
torturas, que sonaba para que yo transpirara. Me aterraba el saber que estábamos
sentados esperando para sufrir, que la espera era sufrir, que ese silencio era
sufrir. Quería romperlo, para calmar mis ansias. Busqué con la vista a mi
compañero de habitación y tomé la iniciativa para la charla: “Vos, por qué estás
acá?”, le dije. Me miró como con vergüenza. Agachó la cabeza y en voz bajita contestó:
“lo mío es una huevada…”. Luego advirtió que no había contestado a mi pregunta,
tomó coraje, se sentó derecho, me miró y agregó: “se me quebró la muela porque
quise enderezar un alambre con la boca”. Imaginé el dolor del momento y lo sentí
en carne propia. En la sala del lado comenzó a sonar nuevamente el torno. Me
sentí mareado, con náuseas. Comprendí que había sido mala idea hablar con la
gente en la sala de espera. “¿Y vos?”, preguntó él. Yo volvía del mareo. “¿Por
qué estás vos acá?”, insistió elevando la voz. Lo miré con lo ojos llenos de lágrimas,
sin ganas de contar mi adicción a los caramelitos media hora y la dura batalla
que llevo contra las caries. “Yo vengo porque… soy amigo del dentista! ¡Y vengo
a visitarlo! ¡Pero me acordé que tengo algo que hacer!”, contesté rápido,
mientras me levantaba del asiento de la tenebrosa sala de espera y no volvía
jamás. Porque el dentista es cosa seria, pero la sala de espera en el dentista
es la misma muerte. Ahora soy feliz, disfrutando de los caramelitos media hora,
y vivo refugiado en los calmantes y mi fiel amigo “Muelita”.
martes, octubre 08, 2013
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