miércoles, junio 04, 2008

El almacén de Braulio

Don Braulio era un típico almacenero viejo, de esos que cada vez quedan menos en las ciudades. Claro; había heredado hacía mucho el negocio de su padre, y no le había costado mantenerlo casi de la misma manera desde algo así como 50 años. Señor mayor, viudo, fanático del fútbol, y sin familia más que las buenas amistades que había hecho gracias a la relación comercial, todos los días abría alrededor de las 8 de la mañana, 8 y media, tal vez 9 en época invernal. Con tanto tiempo encima, su almacén había vivido muchas rachas; buenas, malas, muy malas, pero una particularmente especial que es la que ahora les voy a contar:

Como muchos almacenes de barrio lejanos al centro y sin hipermercados cerca, no solo funcionaba como lugar de compra de mercaderías. Era también una ayuda al vecino, ya que llegando fin de mes empezaba a funcionar el “se lo pago después” y la financiación Braulio se volvía no solo la más económica, sino la única que no pedía muchos requisitos para adquirirla y hasta para algunos, la única disponible. O sea que el barrio, a cierta altura del mes, frecuentaba demasiado el lugar. Pero en otros momentos, el viejo almacén recibía pocas visitas. Y siempre circulaba por la cabeza del viejo alguna estrategia para aumentar la clientela en ese “tiempo muerto” del mes. Pero quiso el destino que justo enfrente del local, en los baldíos que siempre habían servido solo para juntar basura, alguien decidiera emprender su negocio. Un día llegó un señor, y con algunas herramientas lo fue limpiando. Después, con algo de ayuda, lo emparejó. A la semana instalaron unos arcos, pintaron líneas, y convirtieron el terreno en dos lindas canchitas de fútbol. Instaló luces, alambró, y al mes ya repartía volantes que promocionaban tentadoras 2 horas de cancha a la mitad del precio que pedían en otros lugares. Nuestro querido amigo almacenero, testigo de toda la transformación que habían echo en su frente, fue cambiando de opinión a medida de que el tiempo fue pasando. Pero definitivamente no tuvo nada de que quejarse cuando el lugar comenzó a moverse: Todos los días del mes, incluidos sábados y domingos, niños, jóvenes y adultos, luego de jugar su “picadito”, pasaba por lo de Braulio y compraba un pebete, o un sándwich de miga, con alguna gaseosa. El viejo, vendiendo como nunca, aprovechaba para hablar de fútbol o del tema que los clientes quisieran. La situación lo favorecía. Su negocio había crecido. Ya no le importaba que hicieran sus vecinos. Había tenido que dejar de controlar minuciosamente su “libreta de fiado” como en otras épocas cuando cada moneda le hacia falta para pagar la luz, el agua, o al proveedor de la Coca. Tan entusiasmado estaba con todo, que no analizó lo que estaba pasando en frente. Jamás pensó que lo que había empezado con un par de bañitos al costado de una de las canchas se expandía. Y que pronto tendría venta al público de esos productos que tanta tranquilidad habían traído a su negocio. Pero un día noto que los 50 pebetes que comúnmente preparaba para llegar hasta la siesta, le alcanzaban para cubrir el día. Al tiempo, no solo alcanzaban sino que sobraban para el día siguiete. Al final de la semana ya tendría un stock de 10 pebetes esperando ser comprados y llamaría al proveedor de gaseosas para achicar el pedido. Con menos clientes y más tiempo, descubrió el porqué de lo que ya se volvía un dolor de cabeza; los clientes de las canchas de fútbol preferían quedarse en el saloncito del mismo predio y consumir ahí. Indignado, decidió enfrentar al dueño de las canchas, con el que mantenía buena relación. “Quédese tranquilo Braulio”, le dijo este. Y prosiguió: “Lo mío van a ser solo gaseosas y sándwiches. No va a pasar de eso”. Esas palabras no lo dejaron tranquilo, ya que su mayor fuerte eran justamente los productos que el ahora competidor le había quitado. “Qué hacer”, pensaba, y decidió analizar el problema desde un lugar económico. “Yo tengo el pebete a un peso, y al frente lo venden a setenta y cinco centavos… a la coca la tengo a dos pesos, y mi vecino la tiene a uno con cincuenta…” La respuesta era simple: una modificación a los precios era suficiente para volver al ruedo, pero la idea no le gustaba. A él, como a su vecino, el pebete le costaba cincuenta centavos, y la coca un peso. Pero duro de bolsillo, intentó implementar otra estrategia. Primero habló con doña Lola. La señora estaba bastante enojada desde que Pipo, el gran danés del dueño de las canchas, le ensuciaba la vereda algunas veces que se escapaba. El almacenero la habló, y sin contarle su problema, le dijo que ese perro ya lo tenía harto a él también y que debían juntarse los vecinos para que cerraran las canchas. Después lo habló a Tito, el vecino que vivía justo al lado del ex baldío. Tito estuvo muy de acuerdo que instalen las canchitas porque harían desaparecer muchos bichos que vivían en el baldío, pero una vez instaladas llenaron su casa de “pelotazos”, “ruidos” y no sé cuantas molestias más. Braulio le comentó que tenía el mismo problema y que algo debían hacer para que cerraran las canchas. Ya estaban reunidos los dos vecinos más influyentes de la cuadra, pero notó que no aun no sumaban un número significativo. Entonces, tomó su libretita de fiado, hizo una lista de los deudores más grandes, y uno a uno los fue convocando. Llamó a Chola, madre de cuatro niños y esposa de uno de los mejores albañiles del barrio. Le comentó del tamaño de su deuda, emplazándola a que la regularice de inmediato o se vería en la penosa situación de dejar de entregarle mercadería. La mujer le imploró que le diera tiempo, pero él se negó. La única posibilidad de afloje, condicionaba a la mujer a que se sumara a la protesta “en contra de las canchas”. Sin alternativa, la mujer se sumó. “El perro de enfrente y el quilombo de las canchas” empezó a volverse la excusa necesaria para ampliar el plazo de morosidad de los clientes de don Braulio. No tardó mucho para que el barrio se ensañara con las canchas, le realizara escarches, le pintara las paredes con aerosol y hasta cortaran la calle para pedir que las quitaran del barrio. Las canchas se volvieron un lugar inseguro para dejar a los niños y para los grandes. Se fueron llenando de yuyos, de basura. Un día los vecinos se despertaron con un cartel de “se alquila” colgado en el alambrado. Tito obtuvo tranquilidad sonora, pero los yuyos llegaban hasta su patio. Ya sin canchas, la cuadra se quedó sin iluminación. Situación que doña Lola consideró suficiente para dejar el barrio. Uno a uno, los vecinos fueron dejando de frecuentar el almacén porque la medida del viejo con respecto a sus deudas les había pintado una imagen no conocida del mismo y ya no era alguien para confiarse. El almacén se volvió oscuro, sucio, y su dueño se fue quedando solo. El baldío juntó ratas que aprovecharon las provisiones de Braulio para alimentarse. Esas fueron las últimas excusas que usaron los pocos clientes que quedaban para dejar de comprar allí. De a poco empezó a abrir a las once, cuando abría.

Era un 12 de Agosto de no sé que año cuando clausuraron el local. Tirado en su cama con la compañía de sus sesenta y pico, don Braulio no tenía ganas de pensar. No pensaba porque sabía que había tenido un montón de cosas para hacer cuando se le presento el problema, pero decidió resolverlo de la peor manera. En su momento, superó el problema, pero más tarde se le vino en su contra. Todavía era Agosto cuando el viejo murió. Nadie notó su muerte. Y en la actualidad, cuando alguien se acuerda del viejo, acude al calificativo “mezquino” para referirse a él.

En algún lugar, alguien piensa: ¿vale la pena cambiar felicidad y tranquilidad, por bolsillo lleno?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esta bueno el cuento che... Me gusto mucho.

Aparte, siempre hay algún salame de esos en todos lados.

Yo de chico jugaba en la placita que queda cerca de casa. Un día decidieron "restaurarla", ponerles más flores, pintar los bancos, etc. Hasta ahí bárbaro, el tema es que nunca más nos dejaron jugar a la pelota...

Y la placita, mi placita, que siempre fue un lugar de encuentro, un lugar de esparcimiento en medio de la urbe, no lo fue más. Ahora está linda, es verdad, pero no tiene la alegría que dan los chicos divirtiéndose...

Que va se... decisiones de los "Grandes"...

Un abrazo