jueves, julio 02, 2009

La vida en pareja, capítulo 1

“¿Todavía no te bañaste?”, me dijo con cara de enojada. “¡En 20 minutos tenemos que salir, y vos todavía no te bañaste!”, insistió y se le desencajó un poquito más el gesto. Yo escuchaba con poca atención porque hacía media hora que intentaba llevar a cuatro asaltantes desde el banco al escondite. Si no llegaba a la guarida, el juego no me permitía guardar el partido y por lo tanto iba a tener que empezar todo de nuevo. Un enérgico “¡Vamos a llegar tarde!” hizo que el auto saliera despedido en la curva y le diera de lleno al poste de luz. Se incendió el motor, el auto estalló, los cuatro asaltantes no consiguieron llegar al escondite y yo no pude guardar el juego. Para calmar un poco los ánimos y haciéndome el obediente, me levanté de la silla, mufando: “¡Bueno, che! Ahora me voy a bañar… me afeito y me voy a bañar…” “¡¡¿¿Te tenés que afeitar??!!”, y su cara se volvió un desencaje total. “Si!”, contesté en voz muy bajita, como para que no escuche. Porque levantar la voz en ese momento sólo sirve para que ella la levante aun más y todo se vuelva un verdadero quilombo, cuando ella tiene toda la razón. Entré al baño, me afeité, después me duché, me sequé, salí del baño, fui a la habitación, me perfumé, me cambié y salí de la habitación. Habían pasado diez minutos desde que me levanté de la silla frente a la computadora. Hasta por un momento pensé en volver a la historia de los chorros y el banco, pero recordé su cara y las ganas se me cayeron al piso. La miré: ella pintaba sus uñas sobre la mesa del comedor. Hacía una pasada con el pincel, y las miraba. Las soplaba, y las volvía a mirar. Yo la contemplaba, parado, en la cabecera de la mesa. “Yo estoy listo”, le dije. “¡No sé que le pasa a este esmalte!” “Alcanzame el quitaesmalte que está en ese mueble de ahí. Mojó un algodón con el líquido y quitó la pintura de sus uñas. Sacó otro esmalte y, como apurada, empezó a decorar sus uñas. Pintaba, soplaba y miraba. Miraba más de cerca, se alejaba. “Te gustan así”, preguntó algo inquieta. “¡Están hermosas!”, contesté con energía, sabiendo que ella sabe que ni le miré las uñas, pero de todos modos es la única respuesta que ella va a aceptar de mí. Aquellos 20 minutos se habían convertido en 40, porque a las uñas le siguió la prueba de abrigo; un desfile frente al espejo para ver de qué forma combina mejor el negro con el negro. Salimos, tarde, de casa. Llegamos, tarde, al restaurant.
Ahí nos esperaban nuestros amigos, que no habían llegado puntuales, pero lo hicieron antes que nosotros. Ninguno de ellos demostraba enojo, ni siquiera una simple molestia por la demora. Claro, en una salida de sábado por la noche, habría que ser muy histérico como para enojarse por media hora de retraso. Sonrientes, nos recibieron. Ninguno mencionó nada más que un simpático “hola, como están”, pero ella contestó un certero: “Bien, bien. Disculpen la demora, pero estuve media hora mandándolo a bañar, y él estaba jugando a los jueguitos. Encima, después se afeitó, y…”
El resto es historia, donde la culpa era definitivamente mía. ¿Hacía falta la explicación? Yo creo que no. A lo mejor habría quedado bien una aclaración de cómo fueron realmente las cosas, pero no. Mejor lo dejamos ahí, total nuestros amigos en diez minutos se olvidaron del relato, y los cuatro nos damos el lujo de compartir una hermosa cena con la gente que queremos.

1 comentario:

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