La China es magnífica porque los chinos son magníficos.
Solía pasarme buena parte de mi tiempo mirando las páginas de venta chinas,
porque me sorprendía la cantidad de problemas que esta buena gente supo
solucionar a partir de la tecnología y la ciencia; para lo que se te ocurra,
los chinos ya habían inventado algo que al parecer funcionaba. Y claro; son
como muchos. Y en un grupo tan grande de gente seguramente se presentan un
número grande de problemas. Yo siempre admiré su capacidad de resolución,
aunque nunca consumí nada de ellos. No por prejuicios ni nada por el estilo,
sino que me asustaba eso de tener que meter datos personales y de la tarjeta de
crédito - que por cierto, no tenía - e información que pretendía mantener “confidencial”.
Y después de eso, esperar que tu compra
dé media vuelta al mundo pasando por varias aduanas de las que ni siquiera
podía pronunciar su nombre. Pero el verano este año llegó temprano, y con el calor
aparecieron las moscas. Que bicho molesto la mosca a la hora de dormir… no sólo
por el ruido, sino que te caminan, te hacen cosquillas, con las mismas patitas
con las que frecuentan la basura y vaya a saber que otro desperdicio asqueroso.
Primero creí que como todo lo que llega, en algún momento se va, pero con el
paso de los días sólo incrementaron su número. Ni el raid, ni las pastillas, ni
los espirales, ni las demás recetas caseras para ahuyentarlas dio resultado; si
hasta colgué una bolsita con agua con sal con algunos agujeritos: nada. Y fue
en una noche de desesperación que recordé el tiempo derrochado mirando sitios
chinos. Abrí mi navegador y escribí ansioso en google: “mata moscas chino”. Y
apareció una lista de 3 millones de resultados, como suele suceder. Entonces
inicié una búsqueda avanzada, donde filtré “porno, xxx, tetas, culos” y demás
terminología relacionada a lo sexual. Así, los resultados se redujeron a doce.
Los 4 primeros vendían matamoscas tradicionales, como paletitas plásticas de
las más diversas formas. Otro par de resultados eran de paletitas un poco más
novedosas, con electricidad, que literalmente fulmina al insecto. Pero yo
necesitaba algo que funcionase automáticamente mientras dormía. Ya casi
perdiendo el entusiasmo, bien abajo, divisé una tira larga de simbolitos
chinos, y en medio se podía leer “miyagui san”, en letras de nuestro alfabeto.
Le hice click, sólo por curiosidad. La navegación me llevó a un sitio de ventas
que describía algo que no entendí bien qué era. Un texto algo extenso decorado
con una foto del entrañable personaje de Karate Kid interpretado por Pat
Morita: el querido Miyagui San. Copié todo el largo texto y lo pegué en google
translate, para ponerme un poco de luz a esto que ya me intrigaba demasiado. El
traductor me tiró frases confusas que hablaban de clones y genética. Lo único
que pude entender era la frase que cerraba el artículo que indicaba: “Tené tu
Miyagui matamoscas por U$S 9,99”. Asombrado, volví a la página y encontré que
tenía versión en castellano. Mi asombro aumentó cuando finalmente se
confirmaron mis sospechas: Los chinos, antes de que Pat Morita muriera, lo
clonaron. Y ahora están vendiendo sus clones como matamoscas, junto con una
docena de palitos chinos. Así que manguié una tarjeta y dejé atrás todos mis
miedos acerca de las compras web a china, sólo para tener mi Miyagui. Terminé
gastando como 45 dólares con envío y todo, pero después de unos 20 días recibí
una caja de unos medio metro por medio metro. Casi me caigo de culo cuando la
abrí y estaba una copia exacta de Miyagui San sentado adentro, en posición de
relajamiento, junto con dos bolsitas: la primera, con la docena de palitos
chinos. La segunda era un paquete de arroz de 2 kilos. Una nota acompañaba todo
el paquete. Estaba en chino y en inglés, de lo que pude entender que decía: “¡Felicidades!
Usted ya tiene su Miyagui San Matamoscas! El paquete incluye 12 palitos chinos
y alimento suficiente para 6 meses. Colóquese en un lugar ventilado para evitar
olores desagradables, hombre mayor de transpiración fuerte”. Así que me puse
ansioso por ver cómo funcionaba. Fui a la habitación, bajé el televisor al piso,
y lo senté a Miyagui encima de la mesita. Quería preparar todo antes de que
llegara mi esposa porque era una sorpresa. Horas después ella llegó, muy
cansada del trabajo. Dijo apenas un hola, y pasó derecho al baño a darse una
ducha. Yo no dije nada, y esperé para ver su reacción. Apenas terminó de
bañarse y fue para la pieza, escuché el primer grito. Corrí hacia la habitación
y con una gran sonrisa le pregunté: “te gusta??”. “¿Qué hace ese chino en mi
pieza?”, preguntó ella, a lo que me senté y le expliqué lo maravilloso de mi
compra. No quedó muy convencida, pero por lo general hace eso cuando ve que
algo me entusiasma. En fin, esa noche ella se acostó vestida y yo me recosté a
su lado, esperando ver los resultados de mi nuevo juguete. Ni bien apagamos las
luces, las moscas empezaron a revolotear. Y casi instantáneamente empezamos a
escuchar el “tac, tac, tac” de los palitos chinos haciendo estragos. Esa noche
las moscas no nos caminaron encima. El placer de no sufrir más con los molestos
insectos podría haber sido descomunal, si no fuera porque se fue volviendo cada
vez más molesto el “tac tac”, que el viejo sensei no paraba de hacer. Con el
paso del tiempo el ruido se volvió insoportable. Y si a eso le sumamos que los
calores en Córdoba se pusieron intensos y la posición en la que Morita venía no
permitía cambiarle la camisa cuadriculada de nylon que traía puesta. La
advertencia del manual de uso era verdadera; tremendo olor a chivo cargaba el
viejo Miyagui. Eso atraía más moscas y hacía más insoportable el ruido. Al mes
de tenerlo ya queríamos regalarlo, pero ¿a quién? Con dificultad lo aguantamos
un tiempo en el patio, aunque no era vida para un genio como Miyagui, por más
que fuera un clon. Así que casi llegando el otoño lo acomodé en una canasta con
unos cuantos paquetes de arroz, y una noche lo dejé en la puerta de un hogar de
ancianos, donde lo recibieron y lo atienden como a uno más. A veces paso despacito
en el auto y miro para adentro. Desde la calle se alcanza a ver el patio, donde
sentadito descansa el clon de Miyagui. La vida en el hogar ya era tranquila,
pero desde que él está ahí de algo puedo estar seguro: no vuela ni una mosca.